Canto al cuerpo solar (Gabriela Troiano)
Reseña por Diego Ortega
There was a time when meadow, grove, and stream,
The earth, and every common sight
To me did seem
Apparelled in celestial light,
The glory and the freshness of a dream.
It is not now as it hath been of yore-1
(William Wordsworth, “Ode on Intimations of Immortality)
Hubo un tiempo, antes del tiempo, en el que el lenguaje mítico, como un río desbordado, tuvo que hallar su cauce, ordenarse, acaso, para fluir en un tiempo más firme. En ese tiempo originario y originante, ese cauce se tradujo en poesía. Por eso, cuando la poesía, en su expresión arquetípica y esencial, se manifiesta, nos vemos obligados a regresar a ese tiempo que cada vez parece más lejano, o incluso, perdido. Hay algo que busca la poesía, ¿un regreso?, ¿una recuperación?, ¿una revitalización? No es posible aventurar una respuesta clara, puesto que, quizás, aquello que se busca no esté en la respuesta, sino en el mismo acto de preguntarse. Cada vez que un poema se manifiesta en estos términos, estamos llamados a afinar nuestra percepción para que el espíritu escuche esa voz que nos reubica fuera del tiempo ordinario. Y esto es lo que ocurre con este Canto al cuerpo solar, un nuevo poemario de la poeta argentina Gabriela Troiano; libro que acaba de salir al mundo y tiene todo por decir. Intentaremos hacerle justicia a esa voz poética que, ya desde hace tiempo, busca hacerse un lugar en este mundo.
Quienes tenemos el honor de haber leído la poesía de Gabriela Troiano más allá de lo publicado en papel, podemos afirmar con certeza que estamos frente a una poeta que está en una búsqueda, no ya de un estilo, sino de una voz que le permita hacer hablar al mundo, tanto físico como metafísico. Y si hay algo que podemos hallar desde los primeros versos de su Canto al cuerpo solar es, en efecto, un reordenamiento del mundo sensible, empírico, palpable; una puesta en tensión de los elementos que lo componen para ubicarnos en otro espacio.
Afuera quema el sol.
Eterno mediodía sobre el mundo. Eterna luz
sobre los pájaros que caminan hacia el fuego.
Y en el sueño, hondos mares.
Detrás de estos ojos, las ciénagas,
su flora acuática. Lo que sucede en la quietud.
La distinción entre un afuera físico, natural más “sensible” se opone a un adentro menos accesible, poblado por el “sueño” y la necesidad de entenderlo como umbral entre ambas espacialidades. Abundan los versos en los que se hace evidente la tensión dialógica entre mundo externo-mundo interno, o entre lo que se nos manifiesta “frente a” nosotros y lo que sucede “detrás de” ese fenómeno. Esta gradación continua que va de lo abstracto, inasible, a lo concreto, palpable se torna uno de los principios constructivos de este poemario. Cada Canto apela a alguna de los tres puntos de transición: Canto al sueño, Canto a la piedra, Canto al cuerpo; y en cada búsqueda, intercalado, como un bajo fondo constante, interviene la voz de un Coro que busca establecer algún tipo de equilibrio frente al desborde de la piedra, del cuerpo y del sueño. ¿Hemos dicho desborde? Efectivamente, porque este es otro de los principios constructivos del libro: los versos, a veces mesurados, a veces más exuberantes, se desbordan en un caudal de lenguaje que se asemeja a ese río ancestral que mencionamos más arriba. Hay que decirlo de una vez: la poesía de Gabriela Troiano fluye como el agua de un río cuyo cauce se desborda para hacerse paso sobre tierras inexploradas y acaso ya resecas por la ausencia de fuerza vital. No en vano, el agua es la esencia significante de casi todos los poemas, sea cual fuere el tipo de Canto que se elija.
Agua que brota en los “hondos mares”, en la “flora acuática” del inicio; o que se precipita como “la sombra de la lluvia” que ofrece reparo a la voz poética que canta al Cuerpo solar. Y no encontraremos solamente el agua expresada en su forma más directa y concreta, sino que ella parecerá diluirse, transformarse a los fines de darle vida a entidades que parecen inertes. Así, por ejemplo, leemos:
Toda piedra es polvo antiguo que nace,
se reafirma y se degrada. Late como un río
que no fluye; se destila, lento entre sus ojos.
Muele su núcleo hasta la imagen,
hasta invocar un pensamiento.
La piedra, elemento concreto por antonomasia, también se pone en tensión, también ingresa en ese espacio de-gradado que transita desde el polvo hasta su ser-piedra, pero con la presencia análoga del río, puesto que en ambos casos hay un estado de transición que nos obliga a pensar los elementos más allá de su percepción física. Cada verso que se transita en estos poemas nos llevan a ese “moler el núcleo” para que la imagen, mera proyección temporal, insuficiente acaso, ceda paso a la idea. Nuevamente, un llamado incesante se hace oír en la poesía de Troiano: recuperemos el “cuerpo solar” para entender que un mundo otro que se nos manifiesta y que nos llama a encontrarlo.
Y ese “alter mundus” que habita ya en la piedra, ya en el cuerpo, termina por precipitarse, otra vez como agua, en el sueño, porque quizás sea ese el espacio más propicio para desasirse de las imágenes y concentrarse en las ideas. Leemos en “Canto a la piedra II”:
Mi sueño bebe todo;
consume hasta su última imagen.
La idea del sueño como entidad capaz de “beber” todo puede trasladarse a una suerte de arte poética levemente expresada: beber todo para consumir hasta la última imagen implica poetizar el mundo, hasta despojarlo de su mera condición física y concreta y restituir en él una dimensión trascendente.
En el decurso de los poemas que se suceden uno tras otro, con las intervenciones de ese coro que, en palabras de Raquel Jaduszliwer, “interpela, replica o confirma (...) y otorga una resonancia especial a las palabras”, Gabriela Troiano nos conduce a un final inevitable, a la voz plena de una poesía que, merced a un sinnúmero de preguntas incesantes, logra encontrarse frente a frente con lo inasible: el “Cuerpo Solar” en pleno. Sin solución de continuidad, ingresamos en un ascenso vertiginoso hacia la materia poética en su esencia:
La caída final es hacia adentro.
En el sueño, trepamos como animal arrepentido
de no haber sido más cercano a la materia.
Comemos el fruto que se asoma y desaparece en la llanura.
Dormitamos. Es necesario respirar
cuando el descenso es infinito.
Para ascender, debemos haber descendido. Esta es la expresión más cruda para intentar poner imágenes a los tiempos que corren. Hemos caído, hay un mundo que hemos perdido. Pero lejos de quedarnos en el lamento por la pérdida, poemarios como el de Gabriela Troiano, son la confirmación de que no todo está perdido, y de que podemos ascender hasta ese Cuerpo Solar que se expande, infinito, por fuera de los límites conocidos. ¿No es acaso esa la tarea esencial de todo arte? ¿Mostrarnos, obligarnos a ver que el mundo conocido es apenas un atisbo de aquel otro mundo que, desde los orígenes mismos de nuestra condición humana, parece querer esconderse para que su perfección no termine por dañarse?
La lectura de este poemario, publicado por Barnacle, no puede jamás ser reemplazada por estas ideas apenas esbozadas. Por eso, invitamos a que esto sea la excusa apenas para animarse a transitar estos Cantos al cuerpo solar. Quien escribe estas líneas, debe permitirse un tono más personal, puesto que ha tenido y tiene el honor de mantener no solo una amistad con la autora, sino también el gusto por la mitología y la poesía. Más de una vez hemos dialogado acerca de las manifestaciones poéticas del tiempo, pero sobre todo, de la posibilidad real de que la poesía sea la última vía para recuperar mundos perdidos. No es procedente asumir que este libro nació con esa premisa, pero sí es atinado afirmar sin ambages que al finalizar su lectura, estamos, al menos un poco más cerca, de recuperar ese espacio vital de un mundo que, como expresa Wordsworth en el acápite de esta reseña, se nos aparece “vestido con luz celestial”.
Comentarios
Publicar un comentario